No estaba muy segura de qué podría escribir esta vez. Han sido de esas semanas en que uno tiene como mil cordones metidos y enredados en la cabeza, pero ninguno suelta la punta para agarrarse de ahí y tirar, sino que más bien se quedan en espiral, encerrados en su círculo, esperando una pausa para que en cualquier respiro el nudo se haga línea. Y aquí sigo esperando la línea. Sin embargo, como a fin de cuentas siempre escribo de lo que me pasa, hoy, el día que les llega esta entrega, me pasa que Mike y yo estamos de aniversario.
Al final de cada episodio de RecordArte siempre digo: “este episodio fue producido por Paola Cadena, editado por Nidia Herrera y la música original es de Mike Forristell”, y es de ese Mike que le pone música a mis palabras y a la vida de los otros, y que es mi compañero, de quien hablo. Hoy hace 9 años firmamos el papelito ese que nos declaró marido y mujer, y lo firmamos, sobre todo, para que a mí no me echaran de este país después de terminar mi doctorado. Llevábamos, para ese entonces, dos años viviendo juntos, y el casarnos fue más bien una practicidad, así lo vimos en su momento. Yo nunca en mi vida soñé con un “marido”, con una boda, ni menos aún con un vestido blanco, él tampoco; así que mi vestido fue azul, la ceremonia una cosa de 10 minutos en la notaría, y la celebración una fiesta con un grupo de amigos en el pequeño apartamento en el que vivíamos: una fiesta tipo colombiano, como le llama él, con aguardiente y empanadas incluidas, que más o menos se extendió hasta el amanecer.
Los dos venimos de familias formadas en medio de una clase media trabajadora. Él, hijo de una ama de casa y un profesor de historia, yo, hija de una ama de casa y un ingeniero agrónomo. Los dos, por esas casualidades de la vida, tenemos una familia de seis personas: padre, madre, tres hermanos hombres y una hermana mujer, y los dos somos hijos de un matrimonio que nunca se separó. Crecimos en circunstancias aparentemente similares, pero inmersos en mundos completamente distintos. Aunque creció en una casa modesta, a diez minutos en carro ya se veían mansiones, a 10 minutos de la mía estaba la montaña de Cazucá y sus casitas de lata; además, la lengua con la que nombramos el mundo no es la misma; aunque él hable la mía y yo la suya, Mike siempre ha dicho y dirá I am, mientras yo siempre he dicho y diré Yo soy, y eso, para alguien que cree en la materialidad de las palabras, significa un poquito más que una simple cuestión de traducción. Y es que como en la lengua, traducir la realidad nos permite acceder a ella, pero lo traducido jamás será exactamente igual a su original.
Para Mike y para mí, la pobreza como concepto puede ser lo mismo, pero la experiencia de la pobreza, vista o vivida, jamás podrá ser igual. Para él la fiesta es celebración, para mí también, pero cómo se vive una fiesta, eso lo entendemos con luces diferentes; en su casa y en la mía celebran la navidad, pero el olor de la natilla y el de las christmas cookies son bien, pero bien diferentes. Por todo eso, esta comunicación que hemos construido parte de aceptar esas cosas intraducibles. Yo puedo contarle de las navidades en mi casa, pero no puedo meterle en su carne ni en su memoria las canciones de Pastor Lopez ni la sensación en las caderas cuando se baila. El puede contarme de su nostalgia navideña por vivir ahora en una ciudad donde no cae nieve, pero no puede ponerme de niña un 25 de diciembre en una casa cubierta de blanco con su papá vistiendo una pijama de Santa Claus y una chimenea encendida para calmar el frío.
Sin embargo, aunque haya cosas intraducibles en la experiencia de cada uno, no es una distancia lo que se siembra ahí, es más bien una puerta abierta o un puente, una invitación a descubrir en el otro todo lo que nos es ajeno, y también, por supuesto, lo que nos es propio. Ahora yo misma he visto a su padre encender esa chimenea en la mañana del 25 y he mirado con asombro la nieve cuando cubre los árboles. Ahora él ha bailado con mi madre una canción de Pastor López y ha dado el abrazo de medianoche con una aguardiente en la mano. Por lo demás, hay cosas que van más allá de cualquier diferencia cultural, como que a los dos nos guste quedarnos en la cama, antes de que amanezca, tomando tinto y mirando como el sol se va apareciendo entre los árboles, o que a los dos nos importe más pagar un concierto que tener un carro costoso, o que ninguno esté dispuesto a vender su tiempo por un salario más jugoso. Que nos podamos sentar a hablar por horas de qué significa estar vivos o muertos, o felices; que yo pueda venir emocionada a contarle que acabo de escribir un verso que llevaba noches acechando, o que él me grite desde el estudio para mostrarme esa canción que por fin logró arrancar de su guitarra.
Muchas hispanas aquí me han dicho: “debe ser difícil, son buena gente, pero yo no podría estar con un gringo”, y yo a eso les respondo: sentirme a la vez completamente libre y absolutamente acompañada, es algo que jamás logré con un colombiano. Y supongo que cada quien busca lo que le es más importante. Yo vine de una casa en la que siempre sonaba una guitarra, la de mi hermano, ahora he construido una casa donde la guitarra sigue sonando, la de Mike. Y entre esas dos guitarras no hay distancia de mundo, ni de lengua ni de nada.
Y por otro lado…
En el episodio que acaba de salir, la segunda parte de Carta a mi nieta, doña Lola narra la que ella misma llama: la historia más triste de su vida, la muerte de un hijo. El episodio salió el lunes 11 de noviembre por decisiones del azar, porque así quedaron las fechas que planeamos con Nidia. Ese día en la mañana le escribí a doña Lola para avisarle que ya estaba disponible, que ya podía escuchar la segunda parte de su historia; pero lo que no sabía yo era que mientras le compartía la noticia de su episodio, ella iba saliendo rumbo al cementerio a visitar la tumba de ese hijo, que justamente el 11 de noviembre, cumplía años. Así de rara y de sincrónica es la vida, y a veces, cuando uno la narra, esas sincronías saltan a la vista con más facilidad.