Hay personas que nunca dejan de ser niños, por más que los mutilen, les sigue creciendo la infancia por todas partes. Una infancia arrugada, medio encorvada incluso, pero infancia al fin y al cabo.
Este sábado fui a un concierto y vi a una de esas personas, en realidad eran dos, un hombre y una mujer, cada uno ya, calculo yo, por encima de sus 40 años. El tiempo se les notaba en la piel, en la cara de sus respectivas parejas, pero no en los ojos, no en la forma en que miraban ni mucho menos en la forma que se movían en el mundo. Ella andaba de arriba para abajo hablando con cuanta persona o grupo se encontraba, les preguntaba cosas, les piropeaba la ropa, les sonreía. Bailaba cuando quería, volvía a la silla de su esposo, y se iba de repente a bailar otra vez y a perderse sola en el mundo de otras personas, conociendo, supongo yo, a tantas como pudo en esa noche. Él se reía como sin vergüenza de estar feliz, sin vergüenza de sus ruidos ni de sus gestos, bailaba de las formas más suyas, como si nadie lo estuviera viendo; decía lo que seguramente, para su esposa y su amigo, era imprudente o ruidoso, de alguna forma inapropiado; pero lo decía como quien solo se dice a sí mismo, con esa naturalidad casi ingenua. Los dos simplemente eran, me daban esa impresión de no pensar nunca en cómo se veían desde afuera, en los ojos del otro, me daban la impresión de existir tal y como son, sin máscara ni antifaz.
Y claro, me digo que es una impresión idealizada que creé yo misma, viendo en ellos la libertad y la autenticidad que me deleitan en un ser humano. Y tal vez dirán ustedes que seguro fueron solamente un par de borrachos desinhibidos en medio de un concierto cualquiera. Y puede ser que sí, que estuvieran borrachos, pero nunca será lo mismo un borracho amarrado que gracias al alcohol se las quiere dar de "libre", que ese borracho "niño" que realmente lo es.
En fin, ver actuar a alguien en el mundo de esa manera natural y desparpajada, como si nada por dentro les amarrara el alma, ni les tallara la vergüenza en ningún rincón del cuerpo; como si tuvieran todas las preguntas del mundo y no temieran preguntar ninguna, como si el evento más mínimo se les convirtiera en milagro y los llevará a saltar de emoción, ver a ese tipo de personas es un espectáculo que siempre emociona, por lo menos a mí, me conmueve.
¿Y de RecordArte? Qué les contamos… Que seguimos trabajando, y que hay en esta temporada una historia de quien, pienso yo, es uno de esos niños grandes, uno de esos que siempre sale al mundo a buscar y a preguntar.
Paola Cadena Pardo
Directora y productora