Desde que tengo memoria, en mi casa (la casa de mis padres) se hace aseo los viernes. Recuerdo, sobre todo en las vacaciones del colegio, todavía de niños, cómo nos levantábamos y encontrábamos los baños desocupados y relucientes, con ese olor a lejía que significaba olor a limpio; cómo las sillas y todos los muebles estaban recogidos y subidos sobre la cama, cómo mi madre tenía la casa prácticamente patas arriba para limpiar cada rincón mientras de fondo sonaban los Bee Gees o Charles Aznavour o Boney M o cualquier otro artista de su repertorio. A menos que el mundo se estuviera cayendo a pedazos, mi madre limpiaba sagradamente todos los viernes para que el fin de semana la casa fuera un lugar digno de recibir visitas o de descansar en ella con la satisfacción de verlo todo blanco, libre de polvo, ojalá con flores y oliendo a rico.
Ahora que tengo casa propia y baños propios, que compro mi propio blanqueador y me invade a veces mi propio polvo, ahora que siento en ocasiones que me ahoga el trabajo y las mil tareas pendientes y me cuesta sacarle tiempo a ese viernes que me enseñó mi madre para dejar la casa limpia y digna y oliendo a rico, me pregunto cómo carajos hacía ella. Cómo cumplía con su viernes sagrado, cómo mantenía esa casa sin manchas, ni olores ni mesas polvorientas, mientras criaba un bebé, unos gemelos de 7 años y una niña de 11. No sé cómo lo hacía, pero ella nunca le falló a ese día sagrado, incluso en este momento que ya no tiene cuatro niños en la casa, los viernes siguen siendo viernes, con la diferencia de que ahora está mi padre, jubilado ya, que le ayuda con el trapo, con la escoba y con los tinticos del día (cafés, para quien no es colombiano).
Sin embargo, hace poco más de un año, el médico le dijo a mi madre que era hora de cuidar más sus huesos, que estaban un poco delicados y era momento de dejar tanto esfuerzo, tanto peso, tanta exprimida de trapero y barridas debajo de la cama. Y como yo sabía que mi mamá no iba a renunciar a sus viernes, empecé a buscar a una persona que le ayudara en esos días para que ella siguiera teniendo su casa limpia y reluciente cada sábado sin ponerle tanto trabajo al cuerpo. Le pregunté a una amiga y ella me recomendó a una señora llamada Dolores, doña Lola: "Es una mujer maravillosa, de toda confianza y que cocina muy rico", me dijo. Así que inmediatamente la llamé, le conté la situación, pregunté por el costo de su trabajo y quedamos en que llegaría muy temprano a la casa de mis padres cada viernes para ayudarle a mi mamá con esas tareas de la limpieza y de la cocina.
Doña Lola es una mujer que tiene casi la misma edad de mi madre, y sus huesos también merecerían ya un descanso de tanta carga y tanto trabajo; pero de ella dependen muchas personas y necesita trabajar aquí y allá, con una cosa y con la otra. Levantada desde las 2:30 de la mañana busca todos los días el sustento de los suyos, hace mil cosas: empanadas y tinto para vender, limpiar su casa y muchas casas más, alistar nietos para la escuela, y llegar a la casa de mi madre todos los viernes muy a las 7:00 a.m. Mi mamá, por su parte, se levanta muy temprano también para cocinar el almuerzo que mi hermano menor se lleva para el trabajo. Él le ha dicho muchas veces que no es necesario, que duerma más, pero ella insiste en que tiene que llevar comida fresca, recién hecha y de casa, y no hay manera de convencerla de lo contrario: es mamá, por encima de todo, es mamá. Cuando doña Lola llega va por el pan y mientras tanto mi madre va preparando el desayuno; así que antes de iniciar labores, mi madre le sirve el chocolate caliente, el pan y los huevos y se sientan las dos a la mesa para desayunar y preguntarse cómo va todo, la familia, los hijos, la vida. La misma escena se repite durante el almuerzo, que mi madre hace y sirve para ella, y durante cada tinto que se toman durante el día. Así fue que mi mamá empezó a conocer la historia de doña Lola, y así fue que un día le preguntó si no le gustaría contar su historia para el podcast de su hija. Por eso llegó a RecordArte “Carta a mi nieta”.
Yo crecí viendo mujeres como mi madre y como doña Lola; mujeres que parecían sostener el mundo, hacerlo todo, solucionarlo todo, protegernos a todos -solitas y sin quejarse. Y pienso que tal vez de ahí nos viene a muchas un cierto sentimiento de culpa que heredamos, cierta necesidad de castigarnos, de hacer de todo, de ponernos también, aunque sea de otras formas, el mundo en las espaldas. Yo no tengo hijos que cuidar ni una familia grande que sostener. Pero sostengo mi propia vida, mi pequeña familia de dos humanos y dos gatas; sostengo mi profesión y este proyecto que amo y que es RecordArte; y a veces se me olvida que no es poco, y que tengo derecho a que pesen ciertos días de vez en cuando, a que a veces esté cansada y no tenga ganas, a decirle a alguien que no sé para cuando voy a tener lista esa tarea que tengo pendiente y que espera de mí.
En una de esas telenovelas colombianas -ya muy viejas- que a veces veo para sentirme en casa y en la cama de mi madre, un personaje le dice precisamente a una mamá: “qué bueno saber que hay alguien que se levanta todas las mañanas dispuesta a arreglar el mundo”, y yo pensaba: sí, qué bueno. Pero qué bueno también que empecemos a levantarnos uno que otro día dispuestas a nada, a que el mundo se sostenga solito o se vaya al carajo, mientras nosotras nos pintamos las uñas o nos quedamos mirando al techo. Eso también estaría bueno.
Qué belleza de texto! Me alegra que tu mamá haya aceptado el apoyo de los viernes. Y qué duras son las desigualdades con las que nos toca vivir. Un abrazo!
Siempre es un gusto leerte. Gracias por compartir textos tan lindos que siempre nos invitan a recordar y reflexionar sobre diversos aspectos de la vida.