Hay un cuento de Carmen Cecilia Suárez que se llama “Si yo pasara un mes en el centro”. Está narrado en la voz de una mujer casada que vive al norte de Bogotá y que añora dejar su vida de ama de casa por unos días, alquilar una habitación en el centro de la ciudad y vivir allí, sola, durante un mes. Vivir, en esas vacaciones, lo que ella llama su “destino perdido”, su “otra yo”, la de la artista bohemia, de pelos sueltos y desarreglados, que divaga por las calles de La Candelaria bogotana entre cafés, teatros, y bares donde suenan boleros. Yo lo leí hace ya mucho tiempo, y ni siquiera me acuerdo cómo llegué a él, tendría por ahí 21 o 22 años, ya había empezado a trabajar como profesora, y aunque no es un gran cuento, cuando lo terminé, se me prendió un bombillo en la cabeza y una llama entre las costillas: ese tipo de incendio que no merma hasta que uno hace lo que la entraña le pide.
Recuerdo que lo terminé de leer y me dije: yo también quiero pasar un mes en el centro. Igual que ella, aprendí a amar esa zona de Bogotá desde muy joven: apenas pude empezar a salir sola, a tomar un bus, me iba a pasar las tardes entre las calles empedradas y angostas de La Candelaria, en sus bares pequeñitos, en la tienda de doña Ceci, en las salas de la Luis Ángel. Pero nunca viví allí. Veía esas puertas viejas, esas construcciones de muros muy gruesos, y soñaba con que algún día una de esas sería mi casa; incluso una vez llamé para ir a ver un apartamento que estaba en renta, y claro, no tenía cómo pagarlo, pero quería verlo por dentro para imaginarme con más precisión cómo sería mi vida ahí.
En fin, ya trabajaba como profesora, me pagaban una miseria, pero ya trabajaba, y entonces ahorré, fui a averiguar los costos de un hotel, que no era un hotel cualquiera, porque yo quería uno de esos que se veían viejísimos, que huelen a casa antigua y tienen ventanas y balcones grandes. Ahorré y un buen día le dije a mi madre (que me miró como si yo le estuviera diciendo que la tierra era plana) que me iba a pasar unos días en un hotel del centro. Exasperada, como solo yo sabía exasperarla, me dijo que a quién carajos se le ocurría, viviendo en Bogotá, irse de vacaciones a Bogotá. Y yo le dije: bueno, a la señora que escribió el cuento y a mí.
Obviamente, mi madre no me creyó lo del cuento, ella imaginó que era toda una patraña para escaparme de la casa por unos días a parrandear con mis amigos. Y cuando se lo mostré para convencerla, me dijo que entonces, si en el próximo cuento que leyera una mujer se tiraba a un precipicio… estábamos en problemas.
No recuerdo ya en qué quedamos las dos, ni en qué términos me fui esos 4 o 5 días (el dinero no alcanzaba para el mes), pero me fui. Y aunque ya tengo la memoria difusa de todos los detalles, dos momentos que no voy a olvidar nunca son haber abierto esa ventana de madera muy alta y muy pesada en la habitación del hotel y ver del otro lado las luces de La Candelaria, la noche bogotana en su esplendor. Y la otra, salir un domingo en la mañana, cuando las aceras estaban desiertas todavía, y buscar un chocorramo y un café para desayunar en una tiendita pequeña de una calle empedrada, por esos dos momentos valió la pena.
El ímpetu que uno tiene a los 20 va mermando, y dejamos ir al vacío ciertos sueños, por pequeños o por raros. Pero la Paola de hoy agradece a esa de 20 años que pagó su hotelito y se fue a dormir allá. Quién sabe, tal vez en su intuición muda sabía que de Bogotá se iba a ir, que de la casa de sus padres saldría directo para otro país, sin parada ni tiempo para su casita soñada en La Candelaria, tal vez esa Paola intuía que el rincón que imaginaba en el centro, lo iba a tener que construir en otras calles y con otro idioma, muy lejos. El caso es que los sueños no son grandes ni pequeños, son del tamaño y del color de una persona, y aunque a los ojos ajenos sean raros o no tengan sentido, el sinsentido es también una forma de soñar y vale la pena defenderla.
PD: les dejo un poemita que escribí por ese tiempo, en esa habitación de hotel, y también el recordatorio de que falta apenas una semana para que el primer episodio de esta temporada salga por fin directo a sus oídos.
PLACA EN HONOR AL FUNDADOR DEL HOTEL
Cada hombre es un hotel de paso
tiene habitaciones en sus manos y en su vientre
y la mejor suite siempre está en los ojos
aunque a veces sean opacos y callados.
Todo hombre tiene un bar en su garganta
y un corredor largo y oscuro
desde el alma hasta la razón.
A sus espacios diminutos llegan hombres y mujeres
con velas encendidas
o linternas desgastadas
Un día el hombre muere
y entonces llegan los gusanos
comen y beben
y luego se marchan sin pagar la cuenta.
Qué lindo lo que escribes. Yo vivo en el centro de Barcelona, de vez en mucho salgo a pasear con ojos de viajera por el casco histórico de la ciudad y siempre encuentro algún detallito que no había visto. Saludos.
Como siempre tan inspiradora tu Paola, me encantó éste escrito y tu poema más aún. Y como dicen por nuestras tierras adoptivas: looking forward to the new season 💖💖💖